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Segunda Entrada: sobre el recibimiento y acogida en los primeros días de prácticas. 2 de abril

Espero en la entrada a Eli, que es la orientadora con la que he tenido contacto estos días por correo electrónico y por teléfono, y a quien reconozco gracias a la foto de su perfil en los mensajes. Me recibe amablemente y me lleva a una sala donde se encuentran Yolanda y Núria, las otras dos integrantes del equipo de orientación del centro. Me explican que hay un cuarto miembro del equipo que actualmente está de baja médica. Núria y Eli serán mis referentes y tutoras de prácticas durante mi estancia en el instituto. Desde el primer momento se muestran dialogantes, receptivas y acogedoras, lo que me transmite confianza y tranquilidad.

Pactamos un horario que podrá modificarse en el futuro, ya que mi situación laboral es inestable: soy profesor sustituto en la bolsa de docentes de la Generalitat y, por tanto, en cualquier momento me podrían asignar a otro centro. En principio, asistiré dos días a la semana: los martes de 9:45 a 13:15 y los miércoles de 8:15 a 11:15. Los martes colaboraré con las orientadoras en el grupo Intercursos de primero y segundo de ESO. Se trata de un grupo de alumnado con necesidades educativas especiales, que durante algunas horas a la semana trabaja en grupos reducidos y recibe un seguimiento más individualizado, con contenidos adaptados a su nivel y ritmo de aprendizaje. A continuación, participaré en una reunión de coordinación del equipo de orientación junto a la directora del centro.

Los miércoles, en función de las necesidades, asistiré a clase con el grupo Àliens de segundo de ESO en la asignatura de Humanidades, o con el grupo Terra de primero de ESO en Castellano. Posteriormente, me incorporaré a la reunión del CAEI (Comisión de Atención a la Diversidad), donde se abordan casos concretos de alumnos que requieren un seguimiento especial. Se me deja claro desde el inicio que mi papel es de soporte, y que en ningún momento se espera que lidere intervenciones por mi cuenta: siempre habrá otro profesional del centro —ya sea del equipo docente o del equipo de orientación— acompañándome. También se me señalan algunos casos específicos de alumnado y se me orienta sobre cómo intervenir ante determinadas situaciones. Me explican que, en algunos casos, es importante no ejercer una presión excesiva sobre ciertos alumnos, ya que pueden reaccionar mal, sentirse agobiados, entrar en confrontación o incluso presentar conductas violentas tanto verbales como físicas.

Durante las primeras semanas de prácticas constato que esto es así. Tal vez, al estar acostumbrado a trabajar con una franja de edad más madura, en formación profesional superior —donde los alumnos han elegido estar y su asistencia es voluntaria—, estas situaciones me impactan profundamente. Comienzo a observar que algunos de los casos más complejos del grupo Intercursos corresponden a alumnado de una determinada etnia que proviene de entornos familiares y sociales muy vulnerables, a menudo marcados por la marginalidad y la delincuencia. Son contextos poco estimulantes, donde el establecimiento de límites ha sido inexistente desde la infancia, lo que hace muy difícil implementarlos a los doce años. El centro acaba funcionando para ellos como un espacio de contención, más que como un entorno de aprendizaje, y en cualquier momento puede estallar una situación de violencia.

Evidentemente, este tipo de centro no es el más adecuado para cubrir sus necesidades educativas y personales. Con doce años, algunos de estos alumnos apenas saben leer, escribir o realizar operaciones matemáticas básicas. El centro adopta con ellos una actitud más laxa ante conductas disruptivas, como el uso de insultos, la falta de asistencia o los retrasos reiterados, conscientes de su situación y del escaso margen de maniobra para actuar desde la escuela. Cualquier intento de intervención en sus entornos familiares y comunitarios parece casi imposible, ya que estos o bien están dañados, o simplemente no muestran interés en participar o colaborar con el proceso educativo.

Se trata de una situación que se reproduce de generación en generación, perpetuando la exclusión social en prácticamente todos los ámbitos: educativo, laboral, relacional… Encontrar una solución es extremadamente complejo, especialmente desde una perspectiva psicopedagógica, ya que el acceso que tenemos para influir positivamente en sus vidas es muy limitado. Aun así, me da la sensación de que hay pequeñas cosas que sí podemos hacer: enseñarles a autorregularse, proporcionar herramientas para calmarse y evitar estallidos de ira, y trabajar la empatía, ayudándoles a tomar conciencia de las consecuencias de sus actos. Tal vez no podamos cambiarlo todo, pero sí ofrecerles una manera distinta de relacionarse con el mundo.

Esta experiencia evidencia la complejidad de intervenir psicopedagógicamente en contextos de alta vulnerabilidad social. La escuela, en estos casos, actúa más como espacio de contención que como agente transformador, lo que genera tensiones entre las funciones educativas y asistenciales. El papel de los psicopedagogos se vuelve especialmente delicado: deben equilibrar el respeto por los ritmos del alumnado con la necesidad de marcar límites claros. Ante entornos familiares desestructurados, la intervención que pueden efectuar se centra en fomentar la autorregulación emocional, la empatía y la construcción de vínculos significativos. Aun con escaso margen de actuación, pequeñas acciones pueden abrir caminos hacia una inclusión más real y sostenida.

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